ENTRELUCES

Miró la hora: las doce en punto. Felisberto se trasladó a la casa de unas viejas viudas de voluminosos moños donde siempre atardecía...

Traslados y traspasos, transferencias o traslaciones, viajes e idas y venidas hacia un mundo imaginario de cabellos vivos. Trasgresión de dimensiones hacia un universo ficticio cada vez que el reloj marcaba las doce. De la realidad al papel. Así, como si tal cosa y sin él quererlo, aparecía en aquella casa de algún cuento escrito por alguien que él desconocía; alguien que no soy yo. ¿Desde cuándo? No se sabe.

En efecto, Felisberto Hernández viajaba por aquella historia ajena (aunque ya la sentía algo suya) durante unos minutos, dos veces al día. Una casa de atardeceres abruptos donde siempre había la misma gente: unas enlutadas viudas de grandes moños grises, copiosos y abundantes, que escuchaban muy atentamente un cuento sobre una joven suicida leído por un hombre de bigote afilado y curvilíneo... En una esquina, una joven de cabello prensil, siempre apartada de los demás, siempre en penumbra, escuchaba expectante el mismo cuento, mientras jugaba a trenzar y destrenzar (dedos hábiles los de la joven mujer de pelo negro y frondoso) un cordel que siempre tenía entre sus manos. Felisberto siempre la observaba, pero nunca se atrevía a hablarle. Normalmente, cuando el hombre de bigote orlado que leía el cuento terminaba y se dirigía hacia un piano para tocar alguna pieza, Felisberto regresaba a la realidad.

***

Al poco tiempo de aquellas extrañas traslaciones, Felisberto no dejaba de pensar en la casa de las viudas y en los abultados moños de sus cabezas, y también en el cuento que leía el hombre de bigote espiral, el cual también tocaba el piano al atardecer, en el que una mujer se suicidaba por amor o por algún otro motivo misterioso que no se sabía, ya que el cuento no lo explicaba, y por lo que todos los oyentes después discutían... Pero, sobretodo, pensaba en ella; aquella mujer joven que lo miraba cuando el cuento acababa, sentada con la cabeza recostada en el muro, entre la tenue luminosidad que entraba por una de las persianas de aquella sala de lectura y que iba echándose perezosamente (la luz) hasta una de las mesas sobre la cual se disponían algunos retratos de muertos queridos; hasta que aquella débil claridad desaparecía y, extrañamente, nadie encendía las lámparas… También se preguntó qué era lo que seguía pasando entre aquellas paredes cuando él volvía de la casa de las viudas de moños encopetados.

***

Lo que más turbaba a Felisberto era el hecho de sentir cada vez más el deseo de volver a la casa de las viudas y quería descubrir por qué, qué era lo que le arrastraba a ello… Esperaba a que el reloj marcara las doce y cerraba los ojos para abrirlos ya, entre los gruesos muros de la casa de las viudas de voluminosos moños… Y allí se encontraba, cuando miró hacia la pared del fondo del salón de lectura, el porqué de ese deseo. Vio a la joven mujer de pelo extraordinario. Sentada en una silla inexistente por la amplitud de su vestido, la cabeza recostada ligeramente hacia atrás, contra la pared, y su largo y negro cabello ondulado desparramado sobre ésta. Soñolienta entre la penumbra que, como si de algo vivo se tratara, se condensaba por toda la sala a medida que pasaban los segundos, dilatándose. Ella escuchaba atenta el relato que el hombre de bigote helicoidal leía a los allí presentes, con los ojos perdidos y una dulce y aprobatoria sonrisa dibujada en los labios (podía estar así todo el tiempo que hiciera falta. Observándola; mirando cómo su pelo avanzaba por la pared como si de una planta trepadora se tratara. Así, hasta que ella lo viera o hasta que él desapareciera de la casa de las viudas). Felisberto decidió esperar a que el hombre terminara de leer el fatídico relato para intentar hablar con ella, pues no quería interrumpirla de su ensimismamiento. Llevaba varios días intentándolo, pero siempre desistía al ver que la oscuridad abrazaba la casa y nadie encendía las lámparas y él desaparecía... Mientras esperaba, creyó ver a través de una de las persianas de la sala unas palomas revolotear sobre una de las estatuas del jardín y se percató de que el hombre que leía el cuento también miró hacia el mismo sitio, dejando en suspenso una frase, para reanudar nuevamente la lectura como si nada hubiera pasado... Felisberto deseaba que la joven de cabello enigmático lo viera, pero ella no lo miró hasta que acabó la narración de la mujer suicida.

La luz que se filtraba por las persianas caía sobre unas flores rojas y amarillas al fondo del salón, transformándolas en fuego, cuando el hombre lector de bigote acaracolado acabó de leer y todos lo rodearon animadamente, haciéndole comentarios de todo tipo y que, no hace falta decirlo, siempre eran los mismos. Felisberto buscó con la mirada a la joven, pero no logró distinguirla entre toda la gente que intentaba, cada uno a su manera, dar su opinión sobre el cuento que acababan de escuchar y las razones que podían haber llevado a la joven al suicidio. Creyó verla entre los imponentes moños de las viudas, pero al acercarse se dio cuenta de que se había equivocado. Después de unos minutos de búsqueda infructuosa, el crepúsculo de la tarde raptó la escasa luz que quedaba en la casa y nadie encendió las lámparas… Antes de la transición llegó a oír las primeras notas de una fuga de Bach.

***

No dejaba de pensar en la joven mujer de cabello arbóreo. Tenía que volver a verla. Sí. Y el reloj marcó las doce...

Felisberto se acomodó recostándose sobre el piano que más tarde tocaría el lector de relatos, cuando las viudas así se lo pidieran.

Después de que el hombre lector terminara de leer el cuento a los oyentes, todos se levantaron y empezaron a hacer comentarios sobre el relato de la suicida. La joven mujer de cabello movedizo siguió sentada, observando a Felisberto que, por fin, se acercó.

-Estoy muerta –le dijo ella, tímidamente y sin mirarlo a los ojos, cuando lo tuvo delante-. Pero me alegra tanto conocerle…

Felisberto no supo qué contestar pues no era lo que esperaba oír. En realidad, no tenía nada planeado, pero aquella situación y aquellas palabras que la mujer le expresó lo turbaron sobremanera.

-Y, dígame… -se interesó ella de nuevo y, ahora sí, levantando la cabeza y mirándolo a los ojos, mientras que su pelo iba desprendiéndose del muro en el que había estado descansando-. Dígame, señor… ¿señor?

-Felisberto, Felisberto Hernández –se disculpó, haciéndole una pequeña reverencia, creyendo que la ocasión así lo requería.

-Y, vamos a ver, ¿usted también está muerto, como yo? –le preguntó, volviendo a bajar la cabeza, mientras su cabello buscaba dónde aprehenderse.

-No, no estoy muerto –le contestó.

-Bueno, todo llegará, no se preocupe –dijo la mujer, mirando a un lado, como si se desentendiera de la cuestión.

-De hecho... –comenzó a decir Felisberto.

-¿Y no podría morir? –le preguntó la joven de pelo sensorial, muy interesada, tensando el cordel que siempre tenía entre los dedos.

-Yo no… -titubeó, Felisberto.

-¡Qué desgracia…! –lo interrumpió, alarmada y tapándose la cara con las manos.

-Bueno, supongo que algún día moriré... –la esperanzó.

-Yo muero cada día –dijo a ella, interrumpiéndolo, de nuevo.

-No la entiendo –se extrañó Felisberto.

-Yo soy la mujer del cuento que se lee aquí cada día –sonrió la mujer, con la mirada clavada en los ojos de él y con la mano en el pecho.

-Perdón, pero no creo que… -empezó a decir Felisberto.

-No le estoy pidiendo que lo crea –lo cortó ella.

-Si está muerta, no puede volver a morir –señaló él, con la total convicción de que había expuesto una gran e inteligente disgregación filosófica, y animado de que la conversación discurriera con una fluidez aparente.

-Estoy condenada –dijo la mujer, mientras desenredaba su pelo del alto respaldo de la silla.

-Sigo sin entenderla, ¿está condenada a morir cada día? –se interesó Felisberto.

-Me gusta oír mi propia muerte cada día. Me distrae. Sobretodo, escuchar las teorías que dicen después de que se haya leído el cuento. Nadie sabe por qué motivo me suicidé. Es tan divertido… morir cada día… -dijo, sin contestar a la pregunta y bajando la cabeza de nuevo, como si le diera vergüenza expresar lo que estaba diciendo.

-Pero para usted la muerte no existe, o no debería importarle… -dijo Felisberto, con la intención de animarla y de que siguiera hablándole.

-¡Sí que existe y sí que importa! ¡Tiene consecuencias irreversibles e irrevocables! –alzó la voz la mujer y su cabello se enredó en el alto respaldo de la silla en la que estaba sentada.

-Por ese principio, también podríamos decir que nacer no importa… -siguió Felisberto, con sus teorías filosóficas.

-No es lo mismo nacer que morir. Yo estoy muerta, ¿es que es una palabra tan difícil de entender para usted? Cuando alguien se muere, nadie encontrará su rostro, su voz, su tacto… Cuando alguien se muere, está muerto y, con el paso del tiempo, nadie recuerda su cara, sobre todo de los que más lo quisieron, pues a las personas que más queremos las hemos visto desde tantos ángulos, bajo tantas luces y con tantas expresiones, que cuando queremos acordarnos de ellos, todo se nos confunde, todas aquellas impresiones que teníamos se nos enmarañan en la memoria, quedándose sólo en un simple borrón.

-No sé que decirle.

-No diga nada. Lo que yo quiero decir es que una persona nunca muere. Siempre quedará en nuestra memoria.

-Pero de qué sirve si, como según usted dice, son solamente un borrón.

-Eso no importa. Lo importante es que quede en nuestra memoria la persona, su esencia. ¡Hay tantas cosas que se saben cuando se está muerta…! –dijo ella, cuando de pronto, en la casi total oscuridad de la sala, el hombre lector empezó a tocar el piano una de las fugas de Bach para complacer a las viudas de rodetes imposibles de la casa, que así se lo habían pedido. Felisberto comprobó de nuevo que nadie encendía las lámparas y que la oscuridad iba condensándose en la sala por momentos.

-Creo que voy a desaparecer –dijo.

-¿Tan pronto? –se quejó la mujer.

-Está anocheciendo. Es tarde...

-Enciende una lámpara, no seas tonto –dijo ella, tuteándole de pronto.

-Yo no puedo, no puedo alterar esta realidad.

-He visto cómo desaparecías otras veces ante mis ojos –siguió tuteándole–. ¡A eso le llamo yo mala educación!

-En realidad... –comenzó a decir Felisberto.

-Y no me hables de usted, y la respuesta es sí –sonrió ella.

-Pero si todavía no le he...

-La respuesta es sí, Felisberto, sí. ¡Y háblame de tú! –lo riñó la mujer, cariñosamente.

-Yo… no sé qué decir –se encogió de hombros.

-No hay nada que decir, nos amamos y eso basta.

-Nos amamos –dijo él, creyendo que iba a desaparecer de un momento a otro.

-Antes de irte, bésame –le pidió ella, encogiendo la boca y cerrando los ojos, a la espera de que Felisberto le diera un beso.

Felisberto se acercó a la mujer y la besó en los labios, mientras desaparecía no sin sentir cómo el cabello de ella se enroscaba y acariciaba suavemente su nuca…

-¡Vuelve pronto! –llegó a decir ella, después del beso.

***

El reloj marcó las doce y nada más traspasar hasta la casa de las viudas de abultadas castañas, Felisberto se dio cuenta de que la joven mujer de cabello ondulado no estaba sentada donde siempre, en la sala antigua en donde el hombre lector de bigote elíptico leía el cuento de la suicida. Miró hacia la habitación contigua y vio su pelo negro avanzando por el marco de la puerta en la que estaba apoyada. Ella le hizo señas con la mano para que fuese.

-Estaba preocupada. Has tardado mucho en volver.

-He tardado doce horas, como siempre.

-El tiempo no siempre se siente igual. Para mí ha sido una eternidad.

-Tienes toda la razón

-Y yo quiero estar muerta por ti, para querernos eternamente.

-No es tan fácil.

-¿Qué quieres decir?

-Vivimos en dimensiones diferentes.

-No te preocupes, todo se arreglará.

-Cuando dos personas se aman como nosotros, nada puede ir mal.

-Sólo podemos amarnos durante unos minutos cada día.

-¿Quieres decir que nuestro amor es imposible como el de Romeo y Julieta, el de Tristán e Isolda, el de Calixto y Melibea…?

-Eso sólo son amores de ficción. Nunca existieron. Son amores escritos, no son como el nuestro.

-¿Y qué soy yo? ¿Acaso no soy la misma mujer que muere cada día en los labios del mismo hombre que lee mi propia muerte suicida de las hojas de un libro? –gimoteó la joven mujer de cabello fértil.

-No llores.

-¿Acaso no lo soy, dime, no lo soy?

-No me importa quien seas. Fíjate que ni siquiera sé tu nombre. Yo te quiero igual.

-Los nombres no son importantes. No quieren decir nada.

-Tienes razón. Lo que tenemos que hacer es encontrar una solución a nuestra desgracia.

-Como cuando las palomas atacan a una estatua.

-Te entiendo.

-Por eso me quieres.

-Por eso te quiero.

-Yo, también.

-Voy a desaparecer de un momento a otro.

-La próxima vez, no tardes en venir.

-Doce horas.

-Doce horas.

-Adiós.

-Adiós, mi amor… ¡Y muérete pronto!

***

Llegó el día en que la casa de las viudas le parecía distinta y, además, no tan misteriosa como en un principio.

-Felisberto, estaba deseosa de que llegaras.

-Yo también tenía ganas de verte.

-¿Has solucionado lo de tu muerte?

-No he podido.

-¿Y quién puede, dime, quién puede…?

-Mi amor, no hablemos más de muerte.

-A mí me gusta.

-No creo que debamos…

-¿Qué tiene de malo?

-No es sano.

-Comprende que yo ya estoy muerta. Además, la muerte, ¿no te parece romántica?

-¿Romántica?

-Claro: acudir a las tumbas familiares, barrer las hojas secas que las ocultan y confunden…, para luego cambiar el agua a los floreros y limpiar las huellas de los caracoles en las lápidas…

-No sigas hablando. Yo quiero hablar de vida, de nosotros, de nuestro amor.

-Pues entonces, llévame contigo.

-¿Adónde?

-Al otro lado. ¿Cómo vamos a querernos viviendo en mundos separados? Además, estoy empezando a cansarme de ver siempre las mismas cosas de esta casa. Sólo he visto las cosas de mi propio cuento, de éste en el que estoy muerta en vida, y quién sabe si habré de ver otras cosas de otro cuento que estén escribiendo ahora…

-¿Y cómo te llevo al otro lado?

-Pues no sé, pero si no te mueres pronto, algo tendremos que hacer, ¿no?

***

No tardó en ver a su amada. Estaba recostada en el piano de la sala con una copita de licor en las manos.

-¿Quieres un poco? –preguntó ella, y bebió un pequeño sorbo encogiendo la boca como si quisiera guardarla dentro de la copita.

-Ahora no.

-Hace un rato pensaba que a lo mejor estabas casado en tu otra dimensión. No estarás casado, ¿verdad?

-No, claro que no –rió Felisberto.

-No me importaría, mientras que me quisieras igual, además, no sé por qué te ríes… ¡Oh!

-¿Qué?

-¡Oh!

-¿Qué pasa?

-¡He perdido mi cordel! –exclamaba ella, mesándose el cabello.

-¿Qué? –insistió Felisberto.

-¡Mi cordel!

-Bueno, no pasa nada, lo encontraremos.

-¡Los cordeles son muy importantes!

-¿Ah, sí?

-¡Pues claro, mucho más que los recuerdos! Los recuerdos nos nublan las ideas. No nos dejan avanzar en la vida. En cambio, un cordel es de lo más práctico.

-Mira, ahí está, en el suelo, bajo el piano.

-¡Gracias a Dios!

-Voy a desaparecer.

-No te vayas todavía –le pidió ella.

-Está anocheciendo, siempre es igual, lo sabes. ¡Y nadie enciende las lámparas!

-La noche es perfecta para todos los amantes menos para nosotros.

-Doce horas más.

-Llévame contigo.

-Hay noches que no duermo pensando cómo vamos a solucionar lo nuestro, no me lo pongas más difícil.

-Tengo todo el tiempo del mundo para esperarte, ya sabes que estoy muerta.

-Si muero, como tú dices, quizás nos encontremos y podamos amarnos eternamente.

-Es mejor que me lleves contigo. Los muertos nunca se encuentran. Erramos entre los vivos como fantasmas –lloró la joven mujer de cabello detenido.

Mientras la mujer lloraba en el crepúsculo, Felisberto desapareció de la casa de las viudas.

***

Un día, después de que se leyera el cuento de la suicida, la casa empezó a oscurecer y, como siempre, nadie encendía las lámparas. Felisberto tuvo el impulso de hacerlo, pero la mujer de pelo selvático se lo impidió.

Ya sé! –gritó ella, levantándose de la silla, mientras su cabello se desprendía con dificultad del respaldo.

-¿Qué pasa?

-Tengo un plan. ¡Abrázame fuerte!

-¿Así?

-Más fuerte todavía –le dijo ella apretando el cordel entre las manos.

Felisberto la abrazó todo lo fuerte que pudo. El piano comenzó a sonar. Ella aulló y desaparecieron los dos de la casa de las viudas...

De buenas a primeras, aparecieron sobre las ramas de un gran árbol, de los cientos que habían en lo que parecía un gran páramo. No se dijeron nada. Sólo esperaron mirándose a los ojos. Tras un largo tiempo, se besaron.

-¡Estoy viva!

-¡Sí!

-¡Estoy viva!

-Estás viva.

-¿Y por qué?

-¡Qué más da! Bajemos del árbol.

-¿Bajar?

-Claro, no vamos a quedarnos aquí toda la vida.

-Baja tú primero, que a mí me da miedo.

Felisberto comenzó a bajar del árbol con cuidado. Mientras, la joven mujer de cabello ondulado ató un extremo del cordel a una rama y estrechó el otro en su cuello.

-Cuando el reloj marque las tres, búscame en este cuento –llegó a decir ella antes de saltar y quedar suspendida en el aire sin que Felisberto pudiera evitar su muerte.

ACOPLAMIENTO PERFECTO (RELOAD)

Si la pusiéramos delante del espejo que tiene sobre la cómoda de su habitación, observaríamos que es carnívora, pues su pelvis es similar a la de un lagarto y no a la de un ave, como la de un Diplodocus. Más que a un Tyrannosaurus cretácico diríamos que es más parecida a un Allosaurus jurásico. Su cuello en forma de S la delata como temible, además de sus pies con garras y cuatro dedos. Como buena bípeda, usa la cola para mantener el equilibrio. (Todas las tardes da largos paseos por el bulevar, tensando la vértebra caudal, convirtiéndose así en la más distinguida, que no querida ni deseada, de toda la ciudad. Los demás ciudadanos, cuando la ven, se apartan como ornitisquios asustados y ella avanza, muy digna, con la vista al frente y sin mirar a nadie: quince metros en dos zancadas, haciendo temblar el suelo a cada pisada suya. Cuando está cansada o los zapatos oprimen sus pies escamosos, regresa a casa y toma té con pastitas amargas que ella misma hace con hojas de arce; pues ella, aun siendo saurisquia, es vegetariana, aunque nadie lo crea. Por la noche, antes de irse a dormir, reza su novena sentada en la cama, con un viejo rosario de dientes de iguanodón heredado de su madre. Le ruega a dios un buen marido, que la cuide y que la quiera -en realidad arde en deseos por conseguir un buen macho dominante que la pise todas las noches- y que, por favor, suplica un día tras otro, no tarde mucho en llegar, porque la cloaca se le estaba secando.)

-Con un huevito o dos, me conformo. Porfavorporfavorporfavor... –mira al cielo, o sea, al blanco techo de su habitación, cada noche- amén.

Ella es buena, no es mala, no; lo que pasa es que está un poco resentida con el mundo: ¿qué es eso de que ni siquiera la saluden cuando sale a pasear, que se aparten de ella asustados, que los jóvenes (según ella, bellos seres en la mejor edad reproductora) la señalen con el dedo, que escupan a su paso...?

Un día aparentemente como cualquier otro (de todas maneras sabremos que fue un dos de febrero de 2265, gracias a la fecha del periódico que más tarde compraría), se despertó triste y amargada, lo que era usual en ella. Tras una ducha con agua fría para endurecer sus escamas, creyó renacer. Sus gestos no eran decididos ni calculados ni tampoco precisos. Optimista ella, cantaba en voz alta para que la oyera todo el mundo. No quería que nadie se enterara de su estado de ánimo. Fingía.

-¿Y por qué no? ¡Que se enteren! ¡Que se entere todo el mundo que estoy contenta! –gritaba a pleno pulmón, bajo el chorro de agua de la ducha. (Pero, realmente, no estaba contenta, era ira lo que sentía. Odio hacia los demás.)

En dos grandes zancadas llegó a su habitación y abrió el armario ropero de puertas de concha de tortuga. Sacó uno, tres, diez vestidos al azar y los tiró encima de la cama con dosel marfileño y sábanas de piel de lagartija. Los observó unos segundos y cogió uno rojo, para volver a dejarlo en el mismo sitio, y después coger otro verde de seda. Se lo probó y al verse reflejada en el espejo sobre la cómoda, se lo quitó al momento, lanzándolo al suelo con rabia. Nerviosa, dio un aullido sobrecogedor mientras saltaba, alternando las dos patas, sobre el suelo nacarado. Después, se prueba otro y se lo quita. Otro y se lo quita. Otro, y se lo quita. Otro más, y se lo quita…

-¡Loquita me voy a volver! ¡Loquita, loquita! –bramó, y empezó a patalear de nuevo.

Tras un lapso en el que creía estallar de ira, escoge uno de dorado lamé, y lo desecha. Uno naranja y lo desecha, uno de seda salvaje lila y lo desecha; otro, carísimo, y también lo desecha…

-¡Deshecha estoy, que no encuentro qué ponerme! –cayó al suelo, con el dorso de una de sus garras en la mejilla. Pasaba el tiempo y ella lloraba sin saber cuál de los vestidos ponerse...

Cuando logró serenarse un poco, se levantó del suelo y escogió (con los ojos cerrados) varios vestidos; se los probó uno tras otro: uno azul, otro violeta, uno granate, otro amarillo, hasta que se decidió por uno de raso negro, más negro aún que su vida.

-¿Y porqué no? –pensó, sin mucho entusiasmo, mientras se miraba en el espejo.

Antes de salir a la calle, asomó su enorme cabeza por la ventana y miró al cielo para ver qué tal día hacía: nublado a más no poder. Cogió su sombrilla de volante óseo de marginocéfalo para protegerse las escamas de la posible e inclemente lluvia ácida. Salió de casa y cerró la puerta con tres vueltas de llave. Dio unos pasos y volvió de nuevo hasta la puerta. Introdujo otra vez la llave en la cerradura y dio otro giro.

-Siempre es mejor cuatro vueltas que tres –se dijo a sí misma.

Bajó las escaleras de veinte en veinte y en un momento llegó al peristilo que daba a la calle donde, la portera, ni siquiera la saludó. Abrió el portón y, antes de salir definitivamente a la calle, se persignó tres veces, como era su costumbre.

-Hasta luego –le dijo a la portera. No obtuvo respuesta.

Su vértebra caudal estaba tensa, como era normal en ella. Andaba poco suelta, con pasos más cortos y toscos que de costumbre. Saludaba a la gente y no era correspondida, aunque de vez en cuando, alguien inclinaba la cabeza desagradablemente al cruzarse con ella, e incluso, alguno que otro escupía al suelo mostrando indiferencia.

-¿Por qué? -pensaba...- ¿Por qué? –seguía pensando.

Cuando pasó por delante de la terraza del bar del hotel Trentino, aminoró su marcha, pero no se decidió a quedarse y continuó caminando. Tras andar unos cuantos metros, paró en seco y pensó en volver, pero no se atrevió y siguió dando pequeñas zancadas hasta el quiosco en el que solía comprar el periódico.

-El Nowadays, por favor –pidió educadamente-. ¡Dos de febrero de 2265! ¡Cómo pasa el tiempo! –pensó, cuando vio la fecha del periódico impresa en una de las esquinas.

Hubiese querido desandar sus pasos y sentarse en una mesa solitaria de la terraza del bar del hotel Trentino, tomar un martini seco con unas cuantas gotas de ginebra mientras leía el periódico, pero el día no acompañaba. (En el bar del hotel Trentino había un camarero que le gustaba muchísimo, pero nunca se armaba de valor para sentarse en la terraza e intentar aunque fuera un amago de coqueteo.)

Bajo el parasol de marginocéfalo caminó y caminó durante horas sin que nadie le hiciese el menor caso, hasta que se sintió cansada y decidió volver a casa.

-Ha sido un día horrible –pensó, tristísima.

Al llegar a casa, se quitó el vestido y echó una pequeña siesta de tres horas y cuando despertó, ya era noche cerrada. Se levantó de la cama y se asomó a la ventana, recostándose sobre el alféizar, apoyando la barbilla en sus garras. Soñadoramente, miraba al cielo, o al infinito, o quizás hacia la nada, mientras meneaba la cola dibujando círculos en el espacio. Al cabo de un rato, comenzó a llorar desconsoladamente y se retiró de la ventana, no fuera que alguien la viera en ese estado. Se sentó frente al espejo de la cómoda de su habitación.

-¿Por qué? –le preguntó a su imagen reflejada.

Y poco a poco fue quedándose dormida...

Tras pasar toda la noche dormida (y roncando) sobre la madera caoba de la cómoda, despertó (debido, todo hay que decirlo, al ruido de sus propios ronquidos). También era un día aparentemente como cualquier otro (aunque sabremos que...), pero se sintió distinta. Decidió ducharse con agua tibia y no fría como normalmente acostumbraba, y sus escamas quedaron suaves y brillantes, igual que las de una iguana recién salida de las aguas del Pacífico.

-Qué extraño –pensó.

Salió del baño contenta (muy contenta) y en dos zancadas llegó a su habitación. Abrió de par en par las puertas de concha de tortuga de su armario ropero. Sacó un solo vestido. Era un vestido de piel de serpiente brillante, muy extremado.

-Perfecto –se dijo al ponérselo-, me queda perfecto –volvió a decirse, bastante sorprendida y extrañada.

Antes de salir a la calle, asomó su gran cabeza por la ventana y miró al cielo. Era un día soleado, sin una nube. Sonrió y cogió su sombrilla de volante óseo de marginocéfalo para protegerse las escamas del sol y salió de casa cerrando la puerta tras de sí, sin echar la llave. Olvidó persignarse antes de bajar las escaleras de veinte en veinte y en un momento llegó al peristilo que da a la calle donde, sorprendentemente, la portera la saludó.

-Que tenga un buen día, señorita.

-¿Cómo? –preguntó la saurisquia, pues no estaba acostumbrada a que la saludaran, y menos aún a que le deseasen un buen día.

-Que le deseo un buen día –repitió el saludo, más amablemente si cabe, la portera.

-¡Ah, oh, gracias!

-Hoy está usted muy guapa.

-¡...! –no logró decir nada nuestra jurásica amiga, mientras abría el portón y se disponía a salir a la calle.

Abrió su paraguas óseo de marginocéfalo y comenzó a caminar. Su vértebra caudal no estaba tensa como era normal en ella. Andaba más suelta, con pasos más largos y delicados que de costumbre. Saludaba a la gente y sorprendentemente era correspondida, incluso de vez en cuando, alguien inclinaba la cabeza cumplidamente al cruzarse con ella; es más, hubo alguien capaz de sonreírle con deferencia.

-¿Estaré soñando? -pensó ella...- ¿Estaré soñando? –siguió pensando.

Al pasar por delante de la terraza del bar del hotel Trentino, aminoró la marcha, pero decidió no quedarse y continuó caminando. Tras andar unos cuantos metros paró en seco y pensó en volver, pero no se atrevió y siguió dando pequeñas zancadas hasta el quiosco en el que solía comprar el periódico.

-El Nowadays, por favor –pidió educadamente-. ¡Dos de febrero de 2265! ¡Cómo tarda en pasar el tiempo! –pensó, extrañada, cuando vio la fecha del periódico impresa en una de las esquinas-. ¿El dos de febrero no fue ayer? –dudó.

Contrariamente a lo que pensaba, decidió volver al bar del hotel Trentino. Se sentó en la mesa más solitaria de la terraza y esperó (bastante nerviosa) a que viniera su adorado (y platónico amor) camarero, el cual, no hay duda de que era un día diferente, no tardó en llegar (más guapo y apuesto que nunca).

-¿Qué desea tomar la señorita? –preguntó, amable y encantador, el garboso camarero.

-Un martini seco con unas cuantas gotas de ginebra –pidió ella sin cerrar su sombrilla ósea, un poco avergonzada.

-¿Un dry martini, pero al revés?

-Exacto –respondió ella, ruborizada, escondida bajo el parasol óseo (lo que le permitía mirar la abultada entrepierna del camarero).

El camarero no tardó más de un minuto en traerle el cóctel y ella se lo agradeció con un ligero movimiento de cabeza. Él le devolvió el gesto con la mano en el pecho y una gentil inclinación. Ella sonrió, mostrando sus dientes de cocodrilo. El camarero se quedó (providencialmente) al lado de ella, a la espera de un nuevo servicio.

Bajo el parasol de marginocéfalo ella bebía el martini en cortos tragos sin quitar la vista de la entrepierna del camarero. Cuando lo hacía (dejar de mirar la hipnótica protuberancia), miraba a un lado y a otro, esperando que no la cogiesen en falta, mientras emitía una especie de risilla sorda y neurasténica tapándose la boca con la garra, como si estuviera haciendo una travesura. Al rato, las miradas de ella y el camarero se cruzaron. En vez de ponerse nerviosa, le aguantó la mirada con sus ojos de reptil. El camarero la siguió mirando. Ella, también. El camarero le sonrió. Ella, también. El camarero se acercó un poco más. Ella se removió en la silla. El camarero le iba a decir algo. Ella pestañeó excitada. El camarero habló y ella escuchó perpleja:

-Io sono Marco, bella dona.

Ella no acertó a decir palabra, sólo movía la cola, agitada. Durante casi dos horas, el camarero Marco no paró de hablar con la diplodocusiana lagarta, mientras que ella pensaba que, definitivamente, aquél no era un día normal.

-Fino a domani mattina –le dijo, el camarero, al final de su monólogo.

-¿Es... es... es una cita? –tartamudeó ella.

-Sí, mañana libro –le confirmó, mientras ella se desmayaba.

Al llegar a casa, vio un gran huevo sobre la cama. No recordaba haber puesto ninguno. Se acercó y posó delicadamente una garra sobre el cascarón. Notó que había vida. Lloró. Lloró de alegría. No se lo podía creer: iba a ser mamá. Llamaron al teléfono. Era Marco.

-Domani faremo l’amore.

-¿Quieres pisarme?

-Es lo que más deseo.

-¡Hay un huevo en mi cama!

-¡Ti amo! –colgó el camarero.

Se puso muy nerviosa. Algo no cuadraba. No era normal un día tan perfecto. Se acercó a la cómoda y se sentó frente al espejo. Fue entonces cuando se vio dormida al otro lado y lo comprendió todo.

-¡No! –gritó furibunda...- ¡No! –volvió a gritar, más furibunda todavía.

Se levantó de la silla hecha una furia. Rugió estremecedoramente. Agitó la cola con rabia y dibujó potentes círculos en el aire para tomar impulso y sacudir el cristal con ella. El espejo se hizo añicos al caer al suelo. No estaba dispuesta a volver al otro lado ni menos aún a que todo fuera un sueño. Había conseguido a su amado camarero; iba a ser mamá; no dudaba en qué ponerse por las mañanas, pues cualquier vestido le sentaba de maravilla; todos la saludaban; Marco la iba a pisar… Era tan feliz… ¡No volvería jamás! ¡Se quedaba allí!

-¡Crick! –empezó a resquebrajarse el cascarón del huevo que permanecía sobre la cama.

PRECIPITADOS EN UN BOSQUE ENTRÓPICO

Sobre un suelo lleno de hojas, unas secas, otras verdes, hay una mujer sentada con las piernas totalmente estiradas y abiertas. La particularidad es que está desnuda con todo su cuerpo cubierto de un engrudo blanco. La cabeza mira hacia el suelo. Detrás de ella sólo se ve un bosque frondoso y oscuro. Tras unos segundos en los que ella está inmóvil, al fondo aparece un hombre andando muy lentamente hacia ella, que nota su presencia, y gira poco a poco la cabeza. El hombre también está desnudo y recubierto de la misma sustancia blanca.

ELLA:

(Llorosa) Pensaba que te habías ido para siempre… Estaba muy triste y muy sola... Ven, siéntate a mi lado. Yo no puedo levantarme (Se queja.) Mi cuerpo se está secando.

ÉL:

(Se sienta torpemente junto a ella.) Ya sabes que no podemos separarnos. Estamos hechos el uno para el otro; siempre estaremos unidos, aunque no lo queramos. (Se mira la mano y lentamente abre los dedos.)

ELLA:

No sé…, a veces pienso que no quieres estar conmigo, que estás cansado de mí y que cualquier día desaparecerás. (Le coge suavemente las manos y las mira.) Tú también te estás secando. ¡Pobre! (Le besa los dedos.)

ÉL:

¡Ufff! (Suspira y retira sus manos de la boca de ella. Levanta la cabeza y mira hacia arriba.)

ELLA:

(Insiste) De todas maneras, gracias por volver. (Baja la cabeza y llora.)

ÉL:

¡Ufff! (Mueve la cabeza a un lado y a otro, nervioso.)

ELLA:

Eres bueno... Yo sé que me quieres, que no estás cansado de mí. Nos necesitamos el uno a otro… A veces, cuando duermes en la noche, siento el calor en mi cuerpo, que se hincha y resquebraja…


ÉL:

(La interrumpe contestándole molesto.) Sí, sí, gracias por explicármelo (Asiente con la cabeza.)

ELLA:

Lo de ayer no volverá a pasar… Es la entropía…

ÉL:

(Enfadado) Sabes perfectamente que lo de ayer volverá a pasar. No somos perfectos. Fuimos hechos así: Protocloruro de mercurio. Somos precipitados en un bosque. La entropía no tiene nada que ver.

ELLA:

Tienes razón. Quizás alguien juega con nosotros. Pero no puedo comportarme como un animal. Te juro que no lo volveré a hacer, aunque a veces sienta que debo buscar el líquido del que fui separada. Ya no soy nada elástica. En cambio tú, no sé como puedes mantenerte tan fresco y ágil.

ÉL:

¡Ufff! (Cierra fuertemente los puños y niega con la cabeza.)

ELLA:

Perdona, pero a veces pienso…

ÉL:

(Tras unos segundos de silencio, suspira). ¡Ufff!

ELLA:

Lo siento… Sé que nunca me engañarías, aunque haya otras alternativas…

ÉL:

¿Qué quieres decir?

ELLA:

Aunque no lo creas, yo sé que tú sientes la entropía tanto como yo. Sufres el calor y la expansión de tu cuerpo igual que yo. Este desacoplamiento gradual que nos absorbe hace que estemos más unidos…

ÉL:

(La interrumpe.) Gracias. Perdona mi comportamiento. (Pone las piernas encima de las de ella.)

ELLA:

(Incisiva) ¿Qué tal la otra?

ÉL:

(Ofendido) ¿Qué otra?

ELLA:

No quieras engañarme. Sé que, cuando te resecas, buscas ayuda en otra. Sé que hay más precipitados en el bosque.

ÉL:

(Defendiéndose) ¿Estás diciendo que te engaño?

ELLA:

Hum…

ÉL:

(Furioso) Seguro que tú sí te vas con otro cuando te resecas.

ELLA:

Nunca he hecho tal cosa.

ÉL:

Pero insinúas que yo lo hago.

ELLA:

Alguna vez he deseado irme con otro cuando he estado reseca. Pero yo soy débil y prefiero sumergirme… Yo sé que cuando tú desapareces buscas líquido en otra, pero no me importa, siempre que vuelvas.

ÉL:

Hum…

ELLA:

No me parece mal que lo hagas de vez en cuando.

ÉL:

Hum..…


ELLA:

Recuerdo cuando vine al bosque… Tú me acogiste sin preguntarme nada. Calmaste el calor de mi cuerpo. Durante todo el tiempo que yo no estuve, seguro que hubo otras. Yo no te pedí exclusividad. No te pedí nada. Ni tan siquiera te pedí cariño. Nos necesitábamos para la estabilidad de nuestros precipitados. Fuimos egoístas el uno con el otro… Pero ahora resulta que nos queremos... al menos yo sí que te quiero… Antes que perderte, prefiero que busques en otras lo que yo no puedo darte…

ÉL:

Perdona, tienes razón. No se trata de ser promiscuos, pero quizás de vez en cuando…

ELLA:

Perdóname tú a mí. Ya lo hablaremos en otro momento.

(Se levantan, ayudándose mutuamente, y comienzan a andar. Ella camina muy torpemente, cada vez más despacio, hasta que queda inmóvil en mitad del escenario. Él la observa durante unos segundos. La toca tímidamente al principio. Al instante comienza a quitarle nervioso la pasta blanca que la recubre, para ponérsela sobre la suya. Ella queda totalmente desnuda y sin nada de engrudo, quizás algún resto. Él sale corriendo del escenario y ella, que durante todo el proceso ha estado inmóvil, se derrumba en el suelo.)

Fotografía: Julia Montilla